Feminismo superficial y feminismo profundo
Teresa
Barro
El feminismo a
fondo ayudaría a deshacer el sistema autoritario que se impuso en el mundo
desde tiempos inmemoriales. Podría traer
libertad, justicia y creatividad. El
feminismo superficial, en cambio, el de
los dogmas y lo políticamente correcto, que no se ocupa de las mujeres
¨corrientes¨ y solo aspira a que una élite de mujeres ¨superiores¨ logre el
poder político, no ayudará a nada y aumentará la confusión y la injusticia
aunque presuma de buscar la igualdad.
El autoritarismo crea
vicio y deja resabios, en los que mandan y en los sometidos, por lo cual no es
fácil liberarse de él. Para hacerlo
habría que analizar de dónde procede, cómo se adueñó del mundo y cómo funciona.
Sin ese análisis veraz y a fondo seguirá
habiendo dos bandos, los que dominan y los sometidos, y el sistema funcionará
sin trabas, porque los sometidos, en cuanto puedan, se convertirán en poderosos
y actuarán del mismo modo o peor. Es lo
que se ve en una política repetitiva en la que todos hacen lo mismo sean del
bando que sean, y es lo que se ve en la causa feminista, que, conforme al
modelo autoritario, parece haberse centrado en conseguir que las mujeres
demuestren que pueden ser como los hombres y hacer lo mismo que ellos, con lo
cual se duplica la misoginia del sistema y se refuerza el modelo machista.
El feminismo
actual nació a mediados del siglo pasado en los Estados Unidos, en el contexto
de dos bandos políticos, el comunista y el capitalista, que, en nombre de
doctrinas opuestas, fomentaron el elitismo, crearon oligarquías todopoderosas y
dividieron a los humanos en santos y demonios. El feminismo siguió ese patrón y decretó que los
varones eran malvados, agresivos y tenían la culpa de todo, y las mujeres
santas. Y para no encontrarse con nada
que no concordase con ese dogma, no se quiso analizar el fondo de la cuestión,
el porqué de que se hubiese decretado que las mujeres eran inferiores y los
hombres superiores.
El fondo de la
cuestión estaba en el patriarcado, el sistema autoritario y jerárquico que se
impuso en el mundo, posiblemente por obra de los mayores, que querían tener
autoridad perpetua sobre los más jóvenes. La célula básica de ese sistema es la familia
¨ideal¨ en la que se instituye la superioridad e inferioridad nata desde el
principio de la vida de cada ser humano y se le enseña a dominar o a acatar
según sea varón o mujer. Las pautas que
se inculcan en esa familia se repiten después en toda la sociedad. Analizar con veracidad la familia patriarcal,
que responde al mismo modelo en todos los países, razas y religiones, lleva
inevitablemente a ver que las mujeres desempeñan un papel fundamental en la
transmisión del autoritarismo y de la injusticia. Sin su colaboración como madres, el sistema se
habría hundido. Y solo así se explica
que durante siglos y siglos fuese posible mantener la creencia de que las
mujeres, la mitad de la humanidad y las madres de los varones, eran de calidad
inferior y nacían para someterse y servir a los superiores.
El feminismo nacido
en el siglo XX aceptó sin cuestionar los valores del patriarcado y, por tanto, del
poderío y la injusticia. Vio como
deseable el mundo machista creado por el patriarcado y buscó el acceso de las
mujeres al dominio en ese mundo. Quiso
creer que todo se solucionaría si las mujeres trabajasen como los hombres, idea
elitista fomentada por una izquierda política que no tuvo en cuenta que las
mujeres pobres habían trabajado siempre y no por eso se habían convertido en
superiores o habían logrado el respeto de la sociedad. La clasificación del valor de cada trabajo es convencional
y estuvo siempre dirigida desde las
alturas y el poder. Si en el sistema
autoritario se hubiese asignado al varón la tarea de ser amo de casa y a la
mujer la de trabajar fuera de ella, tendría mucha más categoría ser padre y
marido y atender a ¨sus labores¨ que trabajar fuera y ganar el pan, que se
despreciaría por ser cosa de mujeres. Al
igual que, si fuesen los hombres los que menstruasen, se habría decretado que
eso indicaba categoría superior a la de las mujeres, y las iglesias se hubiesen
apresurado a demostrar que era señal divina de la superioridad innata del macho
sobre la hembra.
Hasta hace muy
poco hubiera sido casi imposible salir del patriarcado, apuntalado como estaba
por creencias religiosas, éticas, políticas, sociales y filosóficas. Ahora sería posible, pero habría que renunciar
a las soluciones fáciles y a aspirar al dominio, porque eso lleva a repetir los
mismos patrones y a que en la práctica todo siga igual. El patriarcado parece natural porque se
aprende en la familia. Para desprenderse
de los vicios y errores que inserta, habría que reconocer que todos repetimos
sus pautas, porque es a lo que estamos acostumbrados, y cuestionar la idea de
lo masculino y lo femenino que infundió. Aunque se decretó que el varón era superior a
la mujer porque así lo habían querido los dioses, los varones fueron tan utilizados
y aplastados por el sistema como las mujeres. Se les dieron libertades para abusar, pero se
les privó de libertad y se les amputó el deseo de crear, igual que a las
mujeres. Tuvieron, como ellas, que obedecer
lo dispuesto por las autoridades y cumplir el papel que se les había asignado. Si lo femenino quedó apagado y deformado por
el sistema, lo masculino también, porque el mimo y el privilegio estropean y
deforman tanto o más que el maltrato.
A las mujeres no
se les permitió nunca que educasen a los hijos. Su misión como madres consistió en influir en
sus afectos y emociones para que aceptasen el papel que, como varones o mujeres,
les correspondía en el sistema. Si las
madres estuviesen a cargo de educar de verdad a los hijos en vez de torcerles
el sentimiento, las repercusiones en la vida y el mundo serían inmensas. Se instauraría por primera vez la educación
individual y cuidadosa centrada en cada persona, y en una generación podría
desaparecer el machismo de la faz de la tierra.
Habrá análisis a
fondo del patriarcado en los escritos siguientes.
Febrero de 2018
totalmente de acuerdo
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