La gente no es tonta

Teresa Barro
Cualquiera diría, viendo la aversión y hostilidad que el ¨nuevo orden¨ político provoca en la mayoría de los medios de comunicación y en casi toda la izquierda, que estamos asistiendo al hundimiento de la civilización.  Parecería, oyendo las lamentaciones, que las masas ignorantes, las gentes sin cultura ni educación, están desbaratando todo lo que había de bueno en el mundo, ayudadas por políticos populistas que predican xenofobia, nacionalismo, proteccionismo y hasta patriotismo.
Si repasamos lo que ocurrió en las últimas décadas del siglo pasado y la primera de este, puede verse que en aquellos años arreció la disparidad, el autoritarismo y el elitismo, y que el abismo que se abrió entre ricos y pobres no es propio de la democracia.  El camino que parecía haberse emprendido hacia una democracia cada vez mayor fue obstaculizado desde las alturas para que no pudiera seguir.  El culto a los ricos y el desprecio a los que no lo eran sirvió para fabricar un mundo en el que nadie podía protestar del abuso de poder y en el que, como en los peores tiempos, había que resignarse, callar y aguantar.  La creencia en que el mundo estaría cada vez mejor y en que los jóvenes tendrían más oportunidades que sus mayores se desplomó.  Los jóvenes se encontraron sin ningún asidero  y tuvieron que adaptarse a la ley del más fuerte y a la picaresca que siempre surge en esas condiciones, o suicidarse si no se sentían con ánimo de hacer frente a la vida que las elites habían creado.
La época del culto al dinero y a los ricos terminó con la crisis económica de principios del nuevo siglo, cuando se vio que el dogma del liberalismo económico y de la globalización había servido para que los ricos pudiesen explotar sin atrancos a los demás, y que después  habían usado la crisis para exigir austeridad y hundir a los países en la miseria mientras ellos se enriquecían aún más.  Se vio que las elites habían aprovechado la crisis para dejar sin trabajo e imponer la precariedad y el miedo, y que todo era un engaño y una burla.  Y la gente dejó de creer en lo que decían los políticos, fuesen de derecha, de izquierda o del centro, como antes había dejado de creer en los que manejaban las religiones para trampear y enriquecerse.
El brutal autoritarismo que se practicó en esas décadas fue posible gracias a la colaboración entre la derecha y la izquierda políticas.  La derecha contó con la ayuda  de una izquierda que amputó la crítica y la protesta implantando el sistema de censura  de lo políticamente correcto, y que impuso conformismo absoluto con catecismos que dictaron lo que había que hacer y pensar y cómo comportarse para parecer avanzado y progresista.  La izquierda, desde la superioridad moral en la que se instaló como defensora de los humildes y oprimidos, protegió y fomentó a los poderosos y opresores.  El liberalismo económico de la derecha, que dio  libertad a los poderosos para arrasar y lucrarse, fue respaldado por el liberalismo moral de la izquierda, que dio libertad a esos poderosos para abusar sin que nadie se atreviese a criticarlos para no ser calificado de nulo, incapaz y retrógrado.  Cuando la derecha quiso hacer guerras, la izquierda le allanó el terreno dando encanto a las invasiones y presentándolas como lucha contra los dictadores y tareas humanitarias.
Las elites están indignadas porque habían llegado al paraíso del poder absoluto y creen que las gentes ignorantes e incivilizadas se lo están destrozando con populismos, nacionalismos y patriotismos.  Tardarán en entender que la gente no es tonta y prefiere la democracia a la opresión y al despotismo.

Febrero de 2017

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