La España de después de Franco
Teresa Barro
La muerte de
Franco trajo el paso de la dictadura a la democracia. Pero el gran error, quizá impulsado por los que manejaron todo ello,
fue creer que la democracia es fácil y se hace sola, y que basta con cambiar el
régimen político, o darle otro título, para liquidar los efectos de la
dictadura. Más aún cuando, como sucedió
en España, la dictadura de Franco acabó con el intento de abrir la ventana y
dejar que entrase aire fresco e hizo que se volviese a lo de siempre, a la
España dominada por una jerarquía eclesiástica dedicada a hacer negocio
valiéndose de la religión y con una enseñanza que dejaba desnutridas y mal
orientadas las facultades intelectuales y desalentaba el pensamiento. Un país en el que no había trabajo ni podía
soñarse con una vida independiente, y con una economía cuya función había sido
durante muchos siglos producir lo bastante para que hubiese algo que repartir
entre las oligarquías y en la que a los pocos que trabajaban de verdad se les
acribillaba con impuestos. Tras la ilusión de que todo había cambiado con la
llegada de la democracia y de que los males de España se habían borrado para
siempre, vino la realidad de que nada había cambiado y todo seguía lo mismo.
Las dictaduras
facilitan la vida y exigen menos esfuerzo que las democracias. Es más cómodo dejarse llevar por las autoridades y escribir
al dictado que llenar páginas en blanco y aceptar que no se sabe todo para
siempre. El autoritarismo, sea familiar,
político o eclesiástico, impone fe en unas autoridades que lo saben todo y para
siempre; por eso infantiliza y crea pasividad, miedo a pensar, conformidad y desconfianza
de las propias facultades. No lleva a la
protesta, sino a la claudicación. La
dictadura es una forma de prisión y no basta con abrir las puertas para
emprender el camino de la independencia: hay que acostumbrarse a no tenerlo
todo hecho, marcado y pensado, y hay que crear día a día las condiciones que
permitan vivir en libertad.
Lo que se quería
en el ámbito internacional era convertir a la España de Franco en una nación
presentable que se uniese al cortejo y para eso había que lavarle la cara,
maquillarla, vestirla más moderna y darle apariencia democrática sin que nada
cambiase de fondo. Había que integrarla
en la Unión Europea y en la OTAN, y nada mejor para ello que, después de una
transición ¨prudente¨, llegase al poder político una izquierda socialista y
hasta comunista que pareciese un triunfo deslumbrante de la nueva democracia y
cerrase la puerta del pasado haciendo ver que antes no había nada y después lo
había todo y presentando como grandes cambios de fondo lo que no eran más que
modas del momento. La Segunda República
se había propuesto sacar a España de los males que la tenían sofocada y aprisionada
desde hacía varios siglos cambiando la enseñanza, frenando los desmanes de la
Iglesia y poniendo en marcha una economía que estaba en bancarrota desde hacía
muchos siglos. La nueva izquierda ¨europea¨, bien pensante y no pensante, se
puso la etiqueta del laicismo en teoría pero dejó que la Iglesia adquiriese más
poder y dinero que nunca, y volvió a la España de la eterna dependencia y la
difícil supervivencia manejada por unos cuantos que se repartían todo entre
ellos y estaban dispuestos a vender el país o regalarlo con tal de hacer dinero
y figurar. Tras unos cuantos años de apariencia de prosperidad, se vio que España
estaba como siempre: sin trabajo, con unos jóvenes descorazonados y confundidos,
con un sistema de enseñanza que no cultivaba las facultades intelectuales y con una oligarquía eclesiástica llena de
vicios y sin espiritualidad.
No puede haber
democracia si no hay libertad y no puede haber libertad si no hay trabajo y lo
que impera es el miedo a no conseguirlo o a perderlo. En España no podrá haber trabajo y libertad hasta
que se propicie la industria, se cambie la enseñanza y se aborde la cuestión de
la Iglesia sin exageración ni disimulo.
Los fieles de una religión son los que tienen que sostenerla, no los demás,
y la espiritualidad se cultiva en la intimidad, no metiéndose en el gobierno de
las naciones. Está bien que los
religiosos se ganen la vida, pero sin privilegios y sin secretismo, por lo cual
deberán pagar los mismos impuestos y someterse a las mismas reglas. Todo el sistema de enseñanza debiera ser para
ayudar al desarrollo individual y colectivo y equipar para un futuro que será
siempre desconocido pero en el que se podrá entrar mejor cuanta más cultura se
tenga. Dejar de pensar que hay estudios
de ricos y de pobres, de listos y de brutos, y dar la misma importancia a la
enseñanza técnica y manual que a la intelectual, crearía gusto por el trabajo
competente y acabaría con el dañino sistema de que sean las universidades las
únicas instituciones que otorgan
categoría social.
El que no haya
trabajo tendría que considerarse una inmoralidad inaceptable y una forma de
tortura que mata el ánimo y lleva al suicidio. Para que lo haya es preciso tener industria de
todos los tamaños y crear la infraestructura adecuada. España nunca entró en ninguna de las
revoluciones industriales como lo hicieron otros países de Europa. Vio de lejos todas ellas sin siquiera
entenderlas, pero si queda también al margen de esa cuarta revolución
industrial que ya está en marcha y que cambiará el mundo del trabajo con tanta
intensidad como lo hizo la primera, seguirá aprisionada por oligarquías
indiferentes y corruptas que la quieren sin rumbo para mejor expoliarla.
Abril de 2016
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